Safaris humanos: ¿cuándo se vuelve inmoral el turismo?
El rótulo en su jaula decía simplemente “El eslabón perdido”. El indígena “pigmeo” Ota Benga estaba expuesto en la casa de los monos del zoo del Bronx, en Nueva York. A sus pies había un chimpancé. Miles de personas lo visitaron, según el New York Times; en resumidas cuentas, se mofaron de él.
A miles de kilómetros de distancia, en las coralinas islas Andamán, en el Océano Índico, un policía fue cazado en vídeo dando instrucciones a miembros de la remota tribu de los jarawas para que bailaran para unos turistas, según un reportaje del Observer, a cambio de plátanos y galletas que les tiran desde los jeeps.
Entre ambos eventos hay aproximadamente un siglo. Ota Benga fue grotescamente humillado en 1906; el vídeo de los jarawas salió a la luz hace apenas unos meses.
El vídeo ha causado indignación en todo el mundo y suscitado un debate sobre la ética de los viajes a comunidades tribales, especialmente cuando acaban convirtiéndose en esos degradantes “safaris humanos”.
Somos humanos y, como tales, estamos en movimiento. Viajamos. Siempre lo hemos hecho. Hace miles de años salimos de la sabana y migramos desde África al resto del mundo.
En la actualidad el turismo es una de las mayores industrias del mundo occidental. Dejamos nuestros hogares para escalar montañas y caminar por la selva, para bailar en Cuba, atravesar a nado el Estrecho de Gibraltar, regatear en un zoco o tumbarnos en una playa.
En su libro “El arte de viajar”, el filósofo Alain de Botton contempla las razones que subyacen al hecho de viajar. Una de ellas, dice, es adquirir una perspectiva distinta, ya que cree que “hay transiciones interiores que no podemos asentar convenientemente sin un cambio de lugar”. El cambio también es una motivación clave para el escritor de viajes Bruce Chatwin, ya fallecido. “Un cambio en la moda, la comida y el paisaje”, escribió. “Los necesitamos como el aire que respiramos”.
Viajamos para conocer, por placer o en busca del saber; para aliviar el tedio de la rutina diaria y satisfacer las fantasías de nuestras mentes curiosas. Viajamos para agitar nuestras almas y aplacar esa ansiedad atávica que yace en nuestro interior. Ernesto Che Guevara pensaba que “viajamos por viajar”.
Los viajes de aventura son el último grito turístico Ahora, los viajeros tienen la oportunidad de vagar más lejos, más alto y más salvajemente que antes. Esto supone arriesgarse a entrar en contacto con comunidades indígenas remotas, pues esos lugares recónditos, las verdes profundidades de la cuenca amazónica o las tierras altas de Papúa Occidental, son a menudo las tierras y los hogares de pueblos indígenas.
Sus tierras ancestrales les dan sustento material y espiritual, y las comprenden íntimamente: el pueblo indígena yanomami, que vive en las profundidades de la Amazonia brasileña, conoce los arroyos y los rápidos de la selva del mismo modo en que los inuits entienden el hielo marino del Ártico canadiense.
Y aquí es donde surgen los problemas con los viajes de aventura, porque el mero hecho de encontrarse puede ser peligroso para ambos: tanto para los turistas, como para los pueblos indígenas apenas contactados. Las tribus pueden reaccionar con hostilidad hacia los foráneos, y los turistas pueden transmitir enfermedades infecciosas frente a las que los pueblos indígenas con escaso contacto no tienen inmunidad.
La curiosidad por otras culturas es algo natural. Los turistas pueden incluso, en ocasiones, ayudar al viajar con empresas éticas de eco-turismo. Pero la línea entre lo ético y lo que no lo es es, de hecho, extremadamente delgada. ¿Dónde se sitúa exactamente?
En principio, no hay problema con que los turistas visiten a pueblos indígenas que tienen contacto con foráneos desde hace tiempo. Pero, como dictarían la sensibilidad social y el respeto básicos, esto solo es aplicable a pueblos indígenas que quieren recibir visitantes, que pueden controlar debidamente a dónde van y qué hacen los turistas en sus comunidades y que reciben una parte justa de los beneficios.
A menudo, sin embargo, la tribu solo recibe una proporción mínima de los beneficios del turismo, si llega a eso. Muy pocas iniciativas generan beneficios reales, y las que lo hacen están normalmente dirigidas por los propios indígenas, que organizan tours pequeños, bien gestionados y de bajo impacto.
Los turistas que estén pensando en visitar zonas indígenas deben considerar los posibles efectos a largo plazo de su visita para los indígenas, y no sólo la emoción del momento o el tener una historia que contar al volver a casa. Por ejemplo, los pueblos indígenas tienen derecho a la propiedad de las tierras que usan y ocupan, algo que reconoce la legislación internacional, y esto debe respetarse tanto si el gobierno de turno cumple la ley como si no. Cuando se encuentren en territorio indígena, los turistas deben comportarse como si estuvieran en cualquier otra propiedad privada.
Es obvio, o debería serlo, que los pueblos indígenas tienen los mismos derechos humanos básicos que el resto de las personas, y deben ser respetados. Allí donde se encuentran el viajar y los pueblos indígenas, los motivos para ese viaje deben ser analizados cuidadosamente, pues el placer del movimiento y del descubrimiento no es justificable si pone a los indígenas en peligro.