“Pues todas las naciones del mundo son hombres”

© Public Domain/Survival

Bartolomé de las Casas, protector de los indios, fue un misionero español del siglo XVI que sentía pasión por la justicia social.

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Después de que lo hubieran atado al poste, pero antes de que prendieran la hoguera, un cura español ofreció a Hatuey, un líder indígena, un indulto espiritual. Le preguntó si quería asegurarse de que su alma fuera al cielo convirtiéndose al cristianismo.

Hatuey consideró la propuesta. “¿Son como vosotros las personas en el cielo?”, contestó. Cuando el cura le aseguró que así era, Hatuey respondió que prefería ir al infierno.

Hatuey murió exactamente hace 500 años, en la isla de Cuba. Los hombres a los que quería evitar a toda costa, incluso corriendo el riesgo de la condenación eterna, eran los conquistadores españoles.

La muerte del líder indígena fue decisiva para la formación de las creencias fundamentales de un hombre: Bartolomé de las Casas, un misionero español con gran pasión por la justicia social. Era un propietario de esclavos que se convirtió en obispo y luego en cronista, y que destinó su vida a combatir las atroces injusticias cometidas contra los indígenas de Sudamérica por los colonizadores.

“El espectro del trabajo misionero alrededor del mundo abarca tres actitudes bastante distintas, y todos los tonos entre ellas”, explica Stephen Corry, director de Survival. “Los hay que, como Bartolomé, ven su misión como algo que los obliga a ponerse del lado de los oprimidos y en contra de los opresores; otros ven su trabajo como el deber de extender el poder imperial de su iglesia y otros están centrados en salvar almas humanas sin importarles el coste humano”.

Como “protector de los indios”, de las Casas fue uno de los primeros misioneros en defender los derechos de los oprimidos y proteger las vidas de los pueblos indígenas.

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Contemporáneo de Cristóbal Colón, de las Casas había viajado en 1502 a La Española, una isla caribeña que ahora ocupan Haití y República Dominicana, y que en aquel momento habitaban los indígenas taínos. Nada más arribar, los colonos españoles que ya estaban allí les dijeron a los recién llegados: “La isla está funcionando bien, porque se está sacando mucho oro”.

Bartolomé se instaló en un principio como comerciante y encomendero, un propietario de esclavos indígenas, en “una colina que casi rodeaba un bello y centelleante riachuelo”, y contó que “estas personas son las más cándidas, las más carentes de maldad”.

Pero toda la maldad de la que carecían los indígenas quedaba compensada por los conquistadores. Se cree que cuando los conquistadores llegaron a América había allí 100 millones de habitantes. Tras el contacto, el 90% murió; muchas personas sucumbieron a enfermedades traídas por los europeos, frente a las que no tenían inmunidad.

Aquellos que no murieron de enfermedades importadas recibieron un trato de “extraña crueldad” a manos de los agresivos invasores. Alimentaban a los perros con bebés indígenas, cazaban a los adultos como entretenimiento y quemaban a hombres vivos. “No tenían en más matar diez y veinte indios cuando se les antojaba, a cuchilladas, y probando, por su pasatiempo, las fuerzas o los filos de las espadas”, escribió de las Casas.

Y proseguía: “Un día… los españoles desmembraron, decapitaron o violaron a 3.000 indios. Les cortaron las piernas a los niños que huían de ellos. Vertieron jabón hirviendo dentro de la gente. Vi todas esas cosas… e innumerables más”.

De las Casas también vio, con perspicacia poco común, el motivo último de muchos conquistadores. Aunque los españoles llevaban en cada batalla el Requerimiento, un documento real que esbozaba el derecho divino de España a la soberanía, de las Casas creía que difundir la palabra de Dios era, en gran parte, una artimaña, una máscara conveniente. Era la ambición, y no el altruismo, la fuerza motriz; era el oro, y no Dios, su objetivo.

Creía que los conquistadores se abrían paso a cuchillo por el “Nuevo Mundo” como “voraces bestias salvajes” no solo en homenaje a Cristo, sino para “inflarse de riquezas”. Sospechaba que habían cruzado el Atlántico no solo para difundir la palabra del Señor, sino para encontrar el oro de los ríos de la Amazonia y los minerales que se depositaban bajo sus devastadores pies. “Nuestro trabajo”, dijo de las Casas, “era exasperar, arrasar, matar, aplastar y destruir”. Los conquistadores destruyeron vidas y tierras, y les dijeron a los indígenas que para salvar su alma debían convertirse en cristianos.

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La erradicación sistemática de los modos de vida y creencias indígenas aún se utiliza como una de las armas más potentes para oprimir a los pueblos indígenas y tribales. En la actualidad el celo religioso de algunos grupos evangélicos extremistas es tal que aún promulgan la idea de que las personas están condenadas al infierno a no ser que adopten el cristianismo.

En casos extremos, organizaciones misioneras contemporáneas, como la Misión Nuevas Tribus, incluso se han propuesto forzar el primer contacto con pueblos indígenas aislados, algo que ha tenido consecuencias devastadoras y destructivas.

“El que los pueblos indígenas mueran en el proceso a causa de enfermedades del exterior parece ser algo de relativa poca importancia para algunos grupos misioneros, cuando se compara con garantizar la eternidad celestial”, dice Stephen Corry.

Si la avaricia de los conquistadores no conocía límites, tampoco los tenía la integridad y el coraje de de las Casas. Asqueado por la hipocresía de hombres que proclamaban su pía inspiración a la vez que administraban horrores infernales, también fue influido por un grupo de predicadores dominicos que preguntaron a los conquistadores: “Decid, ¿con qué derecho mantenéis a los indios en esta cruel y horrible servidumbre? ¿Acaso no son hombres?”.

De las Casas reformó sus opiniones y renunció a sus esclavos indígenas en 1515 para dedicarse a exponer las mentiras. Se sentía moralmente obligado a informar a la corte española de lo que estaba ocurriendo en el nombre de Cristo.

“Para no seguir manteniendo un silencio criminal sobre la perdición de innumerables almas y cuerpos que estas personas causan”, escribió, “he decidido publicar algunas de las innumerables historias que he recogido en el pasado y que puedo contar con verdad”.

Estas verdades, que se convirtieron en extensos escritos sobre los malos tratos a los indígenas, y de los que el más famoso es la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, fueron fundamentales para que el rey Carlos I promulgase sus “Nuevas Leyes” en 1542, que abolían la esclavitud y el sistema de encomienda y que tuvieron como resultado la liberación de miles de trabajadores indígenas.

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En la actualidad, de las Casas está considerado como un temprano activista por los derechos humanos y algunas personas lo ven como el padre de la Teología de la Liberación, un concepto que se convirtió en un movimiento a comienzos de la década de los 60 y que cree que la Iglesia debería actuar para promover el cambio social.

“Los misioneros libertarios de los años 60 en adelante vieron su obra cristiana como de las Casas vio la suya”, asegura Stephen Corry. “No creían estar trabajando para convertir a los infieles, sino para ayudar a los necesitados. De las Casas estuvo a la vanguardia de este enfoque sobre la labor misionera”.

Sin embargo, estas creencias tienen, con frecuencia, un alto coste personal. De las Casas sufrió la desaprobación, la ira y las amenazas de muerte de muchos de sus contemporáneos; muchos misioneros desde entonces han sido asesinados por su benevolencia.

A de las Casas lo movía, no una agenda egoísta, sino un sentimiento de justicia profundamente arraigado. “Hay muchos otros como ellos, que trabajan codo con codo con los pueblos indígenas. Pero a veces pagan el precio más alto por su compasión”, dice Corry.

El hombre que cantó la primera misa en América fue también uno de los primeros en defender las vidas y las tierras de los pueblos indígenas del continente.

De las Casas sabía que los indígenas no eran inferiores a sus opresores. Sabía que “todas las naciones del mundo son hombres”, seres humanos racionales, parte de una común humanidad. “Puesto que todas las personas de estas nuestras Indias son humanos… y a nadie son inferiores”, dijo.

“Lograré mi empeño, si Dios me da vida”, escribió. Vivió 92 años. Hasta su muerte en 1566 en un convento madrileño trabajó para acabar con la opresión racista de los indígenas sudamericanos y continuó denunciando la hipocresía y la crueldad de los conquistadores.

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