El peligroso mensaje de Diamond

Un hombre dani del valle de Baliem lleva a cabo una ceremonia tradicional. © Anoek de Groot/Survival

Por qué es equivocado el mensaje que transmite Jared Diamond en ‘El mundo hasta ayer’. Por Stephen Corry, exdirector de Survival International.

Aparentemente, el libro de Jared Diamond, publicado en 2012 y ahora editado en español, trata sobre lo que el mundo industrializado (que él llama “moderno”) puede aprender de los pueblos indígenas (a los que llama “tradicionales”). Diamond piensa que las tribus muestran cómo vivíamos todos hasta hace unos pocos miles de años. Corry está de acuerdo en que “nosotros” podemos, efectivamente, aprender de las tribus, pero argumenta que estas no representan un retroceso al pasado, o al menos no más que cualquier otro pueblo. Pone de manifiesto que el otro, y peligroso, mensaje de Diamond es que la mayoría de las tribus están en un estado de guerra constante. Según Diamond, necesitan, y agradecen, la intervención estatal para poner fin a su violento comportamiento. Corry sostiene que esto es solo una opinión que se fundamenta en datos cuestionables y engañosos, seleccionados para “demostrar” un punto de vista político. Para él, la postura de Diamond respalda ideas coloniales sobre la “pacificación de los salvajes”, y mantiene que es equivocada, tanto desde el punto de vista de los hechos como desde el punto de vista de la moral.

Este libro debería gustarme; después de todo, me he pasado décadas diciendo que podemos aprender de los pueblos indígenas, y este es, o eso es lo que nos quieren hacer creer, el mensaje principal del nuevo libro de “divulgación científica” de Jared Diamond. ¿Pero es esto cierto?

Diamond lleva cincuenta años viajando entre Estados Unidos y Nueva Guinea para estudiar aves, y debe de conocer muy bien la isla y algunos de sus pueblos. Ha pasado tiempo en ambas regiones, Papúa Nueva Guinea y Papúa Occidental, bajo ocupación indonesia. No le cabe la menor duda de que los habitantes de Nueva Guinea son tan inteligentes como cualquiera, y está claro que ha pensado mucho sobre las diferencias entre ellos y sociedades como la suya propia, a la que asigna los términos occidental, educada, industrializada, rica y democrática, Las iniciales de cada uno de estos términos en inglés conforman el acrónimo “WEIRD”, que significa “raro”, para referirse a esta sociedad, que Diamond denomina “moderna”.

Si hubiera dejado la cosa ahí, solo algunos expertos en Nueva Guinea que piensan que sus caracterizaciones son erróneas se habrían sentido molestos. Pero va más allá, y se extralimita considerablemente añadiendo una serie de sociedades, que él llama “tradicionales”, y haciendo generalizaciones salvajes. Su información es una recopilación de ideas de científicos sociales, particularmente (para aquellos pueblos en Sudamérica) de los estudios de los antropólogos estadounidenses Napoleon Chagnon y Kim Hill, que aparecen mencionados varias veces.

Es cierto que Diamond menciona brevemente, de pasada, que todas estas sociedades han sido “parcialmente modificadas por el contacto”, pero aun así él ha decidido que es mejor verlas como si vivieran más o menos como toda la humanidad lo hizo hasta “los primeros orígenes de la agricultura, hace aproximadamente 11.000 años en la Media Luna Fértil”, como él dice. No hay posibilidad de equívoco en este mensaje, y nos da la clave del “ayer” en el título del libro. Es un error muy común, y Diamond no desperdicia ni un fragmento de su largo libro para tratar de fundamentarlo. La cubierta del libro, a la que debería haber dado su visto bueno, aun si no la escribió él, hace la increíblemente arrogante afirmación de que “las sociedades tribales nos ofrecen una extraordinaria ventana al modo en que nuestros antepasados vivieron durante millones de años” (la cursiva es mía).

Esto es una sandez. Muchos científicos han desacreditado la idea de que los pueblos indígenas contemporáneos puedan desvelarnos algo más significativo sobre nuestros antepasados, incluso si vivieron hace unos pocos miles de años, que lo que el resto de nosotros podemos desvelar. Obviamente, la autosuficiencia es y era un importante componente del modo de vida de ambos; es también obvio que en ninguno de los casos la población alcanza ni alcanzó las crecientes poblaciones que vemos en las ciudades actuales. Desde estos puntos de vista, cualquier sociedad numéricamente pequeña y en gran medida autosuficiente podría proporcionar una especie de modelo de la vida en la antigüedad, al menos en algunos aspectos. En cualquier caso, los pueblos indígenas no son en absoluto réplicas de nuestros antepasados.

El más destacado experto británico en el hombre prehistórico, Chris Stringer, del Museo de Historia Natural de Londres, por ejemplo, advierte frecuentemente del peligro de ver a los modernos cazadores-recolectores como “fósiles vivos”, y enfatiza repetidamente que, como todo el mundo, sus “genes, culturas y comportamientos” han seguido evolucionando hasta el presente. Por supuesto que han tenido que cambiar, o simplemente no habrían sobrevivido.

Es importante señalar que, aunque la tesis de Diamond es que todos fuimos una vez “cazadores-recolectores”, y que este hecho es la clave de ver a los pueblos indígenas como nuestra ventana al pasado, en realidad la mayoría de los habitantes de Nueva Guinea apenas cazan. Viven principalmente de sus cultivos, como probablemente lo han hecho durante milenios. Diamond apenas menciona el hecho de que su alimento básico, el boniato, probablemente fuera importado de América, tal vez hace unos cientos de años, o hace mil. No hay acuerdo en cómo sucedió, pero es una prueba de que la “globalización” y el cambio han tenido impacto en los pueblos “tradicionales” de Diamond durante el mismo tiempo que en el resto de nosotros. Para más INRI, Diamond es conocedor de estos datos, pero no permite que alteren sus conclusiones.

De todas formas, Diamond ha elaborado una lista de las prácticas que, según él, nosotros deberíamos aprender de las sociedades “tradicionales”, y eso está muy bien, aunque no hay mucho que sea particularmente radical o novedoso. Cree que nosotros (o, al menos, los estadounidenses) deberíamos hacer mayores esfuerzos para llevar a los criminales por el camino correcto, e intentar rehabilitarlos, en vez de simplemente castigarlos. Siente que deberíamos portear a nuestros bebés más, y asegurarnos de que miran hacia el frente cuando los llevamos en el carrito (algo un tanto extraño ya que la mayoría de los carritos y otros portabebés ya “miran” en esa dirección). Nos suplica que valoremos más a las personas mayores… y más consejos de este tipo. Hay poco que objetar a estas secciones del libro, típicas de un “manual de autoayuda”, que en ocasiones hasta dan que pensar; aunque cuesta ver qué impacto real podrían tener en los ricos occidentales o en los gobiernos.

Definitivamente, Diamond está en lo cierto cuando finalmente empieza a hablar de la fisiología de nuestro reciente y excesivo consumo de sal y azúcar, y del catastrófico impacto sobre la salud. Su descripción de la enorme proporción de habitantes del planeta que está acumulando obesidad, ceguera, amputaciones de miembros, fallo renal, entre otros muchos males, es un mensaje de vital importancia al que nunca se presta demasiada atención. Señala que al indígena yanomami medio, en su hogar en la Amazonia, le lleva más de un año consumir la misma cantidad de sal que se puede encontrar en un solo plato de un restaurante de Los Ángeles, algo que supone una auténtica conmoción y que debería ser una llamada de atención.

El verdadero problema con el libro de Diamond, y es un problema muy gordo, es que piensa que las sociedades “tradicionales” hacen cosas muy feas que piden a gritos la intervención de los gobiernos y Estados para ponerles fin. Su principal argumento es que matan mucho, ya sea en “guerras”, infanticidio, o por el abandono, o asesinato, de los muy ancianos. Esto es algo que repite hasta la saciedad. Está convencido de que puede explicar por qué lo hacen, y demostrar la fría pero necesaria lógica que se esconde tras estas acciones. Aunque admite que nunca ha presenciado nada por el estilo en ninguno de sus viajes, se apoya tanto en anécdotas personales de Nueva Guinea como en una gran cantidad de “datos” sobre un grupo muy reducido de tribus, en una proporción muy alta extraídos del trabajo de los antropólogos antes mencionados. Muchos de esos “hechos” que él afirma audazmente son, en el mejor de los casos, cuestionables.

¿Cuánto de todo esto es, verdaderamente, hecho, y cuánto es solo opinión personal? Por supuesto, es cierto que muchos de los pueblos indígenas que cita expresan violencia de diversas formas; la gente mata en todas partes, nadie podría negarlo. ¿Pero cuán homicidas son exactamente los indígenas, y cómo cuantificarlo? Diamond asegura que las tribus son considerablemente más propensas a matar que las sociedades estatales regidas por gobiernos. Va mucho más allá. A pesar de reconocer, si bien sotto voce, que en algunas sociedades no hay ninguna información sobre ninguna guerra en absoluto, no deja que esto ensombrezca su énfasis principal: la mayoría de los pueblos indígenas viven en un estado de guerra constante.

Como ya hicieran otros, por ejemplo Stephen Pinker, basa este peligroso sinsentido, en absoluto verificable, en los números de muertos en guerras y homicidios en estados industrializados, calculando la proporción de las poblaciones totales involucradas. Luego compara los resultados con las cifras aportadas por antropólogos como Chagnon para tribus como los yanomamis. Diamond piensa que los resultados demuestran que una proporción mucho más alta de individuos mueren en conflictos tribales que en guerras estatales, ergo los pueblos indígenas son mucho más violentos que “nosotros”.

Evidentemente, todo esto son mentiras, malditas mentiras y estadísticas, por citar a Mark Twain. Pero primero vamos a darle a Diamond el beneficio de la duda, si bien una duda bastante debatible, por no decir polémica. Ignoraré, por ejemplo, la probabilidad de que al menos algunas de estas “guerras” intertribales hubieran sido exacerbadas, si no causadas, por la invasión de sus tierras u otras hostilidades por parte de las sociedades colonizadoras. También dejaré de lado el hecho de que los datos de Chagnon, procedentes de su trabajo con los yanomamis en los años 60, han sido desacreditados durante décadas: la mayoría de los antropólogos que trabajan con los yanomamis no reconocen la violenta caricatura que Chagnon hace de aquellos a los que llama “el pueblo feroz”. También pasaré por alto el papel de Kim Hill en la negación del genocidio de los indígenas achés a manos de los colonos y el ejército paraguayos en la década de los 60 y principios de los 70 (aunque hay un interesante indicio de este hecho en el libro de Diamond: como él bien dice, más de la mitad de las “muertes violentas” de los achés fueron a manos de no indígenas).

También echaré solo un vistazo, de pasada, al hecho de que Diamond se refiere solo a aquellas sociedades en las que los científicos sociales han recopilado datos sobre homicidios, e ignora los cientos en las que este hecho no ha sido examinado, tal vez porque, al menos en algunos casos, no existían tales datos. Después de todo, es poco probable que los científicos que quieren estudiar la violencia y la guerra vayan a pasar su precioso trabajo de campo visitando a tribus con escasa tradición evidente de matar. Y con esto, puntualizo de nuevo, no estoy negando que haya personas que maten a otras personas en cualquier lugar. La pregunta es, ¿cuánto?.

Concediendo a Diamond todos los “beneficios de la duda” ya mencionados, y limitando mis comentarios a examinar tan solo “nuestra” parte de la historia: ¿cuántas personas mueren en nuestras guerras, y cuán razonable es citar esos números como proporción del total de la población de los países implicados?

Es significativo, por ejemplo, seguir a Diamond en el cálculo de las muertes en la batalla por Okinawa en 1945 como porcentaje de la población total de todas las naciones combatientes (él da como resultado 0,10%) para luego compararlo con diez muertes de indígenas danis durante un conflicto en 1961. Diamond estima la segunda cifra en un 0,14% de la población dani, más que en Okinawa.

Visto así, la violencia de los danis es peor que la batalla más sangrienta de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico. Pero por supuesto, el país más grande involucrado en Okinawa era Estados Unidos, en cuyo territorio continental no se luchó en absoluto. ¿No sería más sensato examinar, por ejemplo, el porcentaje de muertos en las zonas donde se estaba desarrollando la guerra? Nadie lo sabe, pero las estimaciones de la proporción de ciudadanos de Okinawa muertos en la batalla, por ejemplo, van desde el 10% al 30%. Si tomamos la cifra más alta, obtenemos como resultado doscientas cincuenta veces más muertes que la proporción para la violencia dani, y eso sin contar ninguno de los combatientes muertos en la batalla.

De forma parecida, Diamond nos dice que la proporción de personas muertas en Hiroshima en agosto de 1945 fue un pequeñísimo 0,1% de todos los japoneses. Sin embargo, ¿qué pasa con la “tribu”, mucho más pequeña, de los que podríamos llamar “hiroshimaneses”, cuyo balance de muertos fue de casi el 50% con una sola bomba? ¿Qué números son más significativos, y cuáles podrían ser vistos como un ardid para apoyar el engaño de que los indígenas son los mayores asesinos? Supuestamente “probando” sus tesis de esta manera, ¿hasta qué punto se diferencia significativamente la caracterización de Diamond de etiquetar a los pueblos indígenas como “salvajes primitivos”, o al menos como más salvajes que “nosotros”?

Si cree que estoy exagerando el problema (al fin y al cabo, Diamond no dice “salvajes primitivos” explícitamente), considere cómo lo ven los lectores profesionales del libro: sus críticos en los prestigiosos Sunday Times (Reino Unido) y Wall Street Journal (Estados Unidos) llaman a las tribus “primitivas”, y la popular revista alemana Stern esparció por sus páginas la palabra “Wilde” (“salvajes”) en grandes caracteres al describir el libro.

Busque y encontrará estadísticas para sustentar cualquier postura concebible sobre este tema. Diamond no es tonto y sin duda sabe todo esto; el problema es lo que elige presentar y enfatizar, y lo que deja fuera o menciona de pasada.

Yo no dispongo de las quinientas páginas del autor para extenderme, por lo que dejaré de lado el problema del infanticidio (ya lo he tratado en otros contextos), pero no puedo omitir una respuesta al hecho de que, como nos dice repetidamente, algunas tribus abandonan, o abandonaban, a sus ancianos al final de sus vidas, dejándolos con la poca comida o agua de las que podían prescindir, y siguiendo su camino a sabiendas de que pronto morirían, o incluso acelerando el desenlace.

Una vez más, Diamond explica la lógica de la cuestión, y de nuevo nos dice que, gracias a los generosos estados y su habilidad para organizar una “distribución eficiente de alimentos”, y porque ahora es ilegal matar a personas de esta manera, las sociedades “modernas” han abandonado ese tipo de comportamientos.

¿En serio? Olvidemos entonces los aproximadamente cuarenta millones de muertos en la Gran Hambruna china de comienzos de los 60. ¿Pero qué pasa con la extendida, aunque normalmente muy discreta, práctica de dar a los pacientes fuertes dosis de opiáceos (extremadamente fuertes) cuando la enfermedad y la edad han llegado a un cierto umbral? Las drogas alivian el dolor, pero también suprimen el reflejo respiratorio, llevando directamente a la muerte. ¿O el retirar deliberadamente la alimentación y los fluidos a los pacientes que se acercan al final? Organizaciones sin ánimo de lucro dedicadas profesionalmente a esta cuestión estiman que hay alrededor de un millón de ancianos, tan solo en el Reino Unido, que están desnutridos o incluso hambrientos, muchos de ellos dentro de hospitales. Así que, ¿cuán diferente es lo que nosotros los industrializados hacemos de algunas prácticas tribales? ¿También nosotros somos “salvajes”?

Contrastar las sociedades tribales con las industrializadas siempre ha sido una cuestión más política que científica, y deberíamos ser extremadamente recelosos de quienes usan las estadísticas para “probar” sus puntos de vista. Todo depende de cuál sea la pregunta, a quién crea y, por encima de todo, dónde se posiciona exactamente cuando la formula.

Si, por ejemplo, usted fuera un indígena aguaruna en Perú, con una historia de incursiones ocasionales por venganza que data del pequeño número de generaciones que componen la memoria viva (ningún aguaruna puede saber realmente hasta qué punto este tipo de incursiones ocurrían hace algunas generaciones, por no hablar de milenios), y si recientemente hubiera sido expulsado del interior de su selva y hacia las comunidades fluviales debido a la invasión de la exploración petrolífera o los misioneros, entonces sus probabilidades de morir a manos de sus compatriotas podrían ser mayores incluso que las de aquellas personas atrapadas en las guerras del narco en México, en las favelas brasileñas o en el South Side de Chicago.

En tales circunstancias, no cabe duda de que ocurrirían muchos más homicidios en la tierra de los aguarunas que el número al que se tienen que enfrentar los acomodados profesores universitarios de Estados Unidos, pero también muchos menos que el número sufrido por los prisioneros en los gulags soviéticos, en los campos de concentración nazis o en la lucha contra el dominio colonial en la Kenia británica o en el apartheid de Sudáfrica.

Si usted hubiera nacido varón en la reserva indígena de Pine Ridge, en el centro de la nación más rica del mundo, su esperanza media de vida sería menor que en ningún otro país del mundo, salvo algunos estados africanos y Afganistán. Si evita ser asesinado, puede que acabe muerto igualmente, a causa de diabetes, alcoholismo, drogadicción o algo parecido. Esta miseria, que no es inevitable pero sí es probable, no sería resultado de sus propias elecciones, sino de aquellas ya hechas por el Estado durante doscientos años.

¿Qué nos dice realmente todo esto sobre la violencia a lo largo de la historia humana? Es improbable que la imaginativa afirmación de que los Estados-nación hacen que disminuya convenza a un disidente ruso o chino, o a uno tibetano. No será muy persuasiva tampoco para las tribus de Papúa Occidental, donde la invasión y ocupación indonesia ha sido responsable de al menos cien mil asesinatos (es una estimación, nadie sabrá nunca el número real), y donde la tortura patrocinada por el Estado ahora se puede ver en You Tube. El Estado es responsable del asesinato de más indígenas en Papúa Occidental que en ningún otro lugar del planeta.

Aunque su libro tiene sus raíces en Nueva Guinea, no solo no menciona Diamond las atrocidades de Indonesia, sino que encima escribe sobre el “continuado bajo nivel de violencia en la Nueva Guinea indonesia bajo riguroso y mantenido control gubernamental”. Es una negación sobrecogedora de la brutal represión estatal contra indígenas apenas armados a lo largo de décadas.

Las dimensiones políticas de cómo los pueblos indígenas son retratados por los foráneos, y cómo son tratados por estos, están conectadas y son inexorables: las sociedades industrializadas tratan a los pueblos indígenas bien o mal dependiendo de lo que piensan de ellos, así como de lo que quieren de ellos. ¿Son “atrasados” o del “ayer”? ¿Son más “salvajes”, más “violentos”, que nosotros?

Jared Diamond tiene poderosos y ricos partidarios. Es un prestigioso académico y autor, y nada menos que el ganador de un premio Pulitzer, con un puesto directivo en dos organizaciones corporativas-gubernamentales (no son realmente ONG, en absoluto) estadounidenses e inmensamente ricas: el World Wildlife Fund (WWF) y Conservation International (CI), cuyo historial en materia de pueblos indígenas es, cuanto menos, cuestionable. Está muy a favor de Estados y líderes fuertes, y cree que los esfuerzos para mitigar la desigualdad son “idealistas” y que, en cualquier caso, han fracasado. Piensa que los gobiernos que ejercitan su “monopolio de la fuerza” están prestando “un enorme servicio” porque “la mayoría de las sociedades de pequeña escala están atrapadas en… guerras” (el énfasis es mío). “La mayor ventaja de los gobiernos estatales”, añade, es “traer la paz”.

Diamond se manifiesta inequívocamente a favor de la misma “pacificación de los nativos” que fue la pieza fundamental del colonialismo europeo y la dominación mundial. Es más, se hace eco de la propaganda imperial asegurando que las tribus lo agradecen, según él, “abandonando voluntariamente su estilo de vida en la jungla”.

Diciendo esto, lo que hace es atacar décadas de trabajo de los pueblos indígenas y los que los apoyan, que se han opuesto a la usurpación de sus tierras y recursos, y han defendido su derecho a vivir como ellos decidan, con frecuencia con éxito. Diamond sostiene su radical asalto sobre dos únicas “instancias”: el trabajo de Kim Hill con los achés, y un “amigo” que le contó que “había viajado hasta el otro lado del mundo para reunirse con una banda de cazadores-recolectores de la selva de Nueva Guinea recientemente descubiertos, solo para descubrir que la mitad de ellos ya habían decidido trasladarse a una comunidad indonesia y ponerse camisetas, porque la vida allí era más segura y más cómoda”.

Sería cómico de no ser tan trágico. Los achés, por ejemplo, habían sufrido generaciones de ataques genocidas y esclavitud. ¿No estaba al tanto el decepcionado amigo de Diamond en Nueva Guinea de la alta probabilidad de ser portador de enfermedades contagiosas? Si la banda había sido realmente “descubierta” recientemente, algo altamente improbable, una visita así era, cuanto menos, irresponsable. ¿O es que en realidad era una visita turística encubierta, como casi todos los supuestos “primeros contactos” en Nueva Guinea, donde se ha desarrollado una industria teatral en torno a ese engaño? En cualquier caso, los papúes occidentales están más “seguros” en comunidades indonesias solo si están dispuestos a aceptar la sumisión a una sociedad dominante que no los quiere a su alrededor.

Como ya he dicho al comienzo, debería gustarme este libro. Afirma, como yo lo hago, que tenemos mucho que aprender de los pueblos indígenas, pero en realidad acaba por no proponer nada que desafíe al status quo, más bien al contrario.

Diamond une su voz a un sector muy influyente de académicos estadounidenses que, inocentemente o no, está tratando de recuperar caricaturas de los pueblos indígenas pasadas de moda. Estos eruditos y doctos académicos aseguran tener pruebas científicas para sus dañinas teorías y posiciones políticas (al igual que antaño las tuvieron los defensores de la eugenesia). En mi, más humilde, opinión y experiencia, esto no solo es equivocado, tanto desde el punto de vista de los hechos como moralmente, sino también extremadamente peligroso. La principal causa de la destrucción de los pueblos indígenas es la imposición de los Estados-nación. Lejos de salvarlos, los destruye.

Si otros muchos siguieran el credo de Diamond (y de Pinker), se estaría poniendo en riesgo el avance de los derechos humanos de los pueblos indígenas, y retrocediendo varias décadas. ¿El mundo del ayer repetido mañana? Espero que no.

Enero de 2013.


Stephen Corry es exdirector de Survival International y autor de Pueblos indígenas para el mundo del mañana. www.survival.es


Notes (in English)

1 E.g. see criticisms from Frederick Errington, Deborah Gewertz, Alex Golub, Stuart Kirsch, and Nancy Sullivan etc.

2 This is an old and simplistic chestnut, which I look at elsewhere. See e.g. S Corry, Tribal peoples for tomorrow’s world, Freeman
Press, Alcester, 2011, pp. 46-­‐47.

3 See e.g. https://www.nytimes.com/2012/07/31/science/cave-findings-revive-debate-on-human-behavior.html

4 Another simplistic assertion, which I go into elsewhere. See (2) above.

5 This point was perhaps best made by Jean Liedloff’s ‘The Continuum Concept’, first published in 1975.

6 For example, Diamond develops a theory at great length which he calls, ‘constructive paranoia’; I cannot see that it amounts to more than simply ‘being careful’. The New Guineans are sensibly careful about sleeping under dead trees, the author tells us we should be careful about climbing stepladders. Who’s to argue, but do we really need ‘ancestral wisdom’ to convince us?

7 He calls them ‘Yanomamo’.

8 To take one example, he claims that treacherously fooling your enemies into coming to a meal and then killing them is ‘without parallel in modern state warfare’. But the same tactic has long been practised by colonists murdering North and South American Indians. If he will not admit such examples because they were not ‘warfare’, then what about the German army’s invitations, with false guarantees of safe passage, to lure Herero tribespeople in Africa to water-­‐holes before massacring them? The army’s treachery behind the 1864 Sand Creek massacre in the United States is another of many pertinent examples. As another illustration, Diamond includes the Andaman Island tribes amongst those whose ‘war goal’ was ‘to exterminate the enemy of both sexes and all ages’ (p 147). However, he had already (p 140) cited these tribes as having one of the smallest ‘war-related deaths’ of any people, anywhere. If their ‘goal’ really was to exterminate everyone, then they showed themselves to be singularly useless at achieving it!

9 J Diamond, The world until yesterday, Allan Lane, London, 2012, pp. 75, 167, 290 etc.

10 S Pinker, The better angels of our nature, Allen Lane, London, 2011.

11 See e.g. Yanomami, Survival International, London, 1990, p. 10. https://goo.gl/zN2sU

When Diamond does admit that actually very few anthropologists have seen any of the constant violence he is convinced is the norm in most tribal societies, he gets around it with what seem like poor excuses: governments do not want anthropologists to be attacked by tribespeople and, revealingly, he thinks, ‘governments also don’t want anthropologists to be armed… to try and end fighting by force themselves… There have been government restrictions on travel until an area is considered officially pacified…’ (my emphases). Diamond, p 132. The notion that governments might restrict travel for the wellbeing of anthropologists is, frankly, risible. Where they do so, it is generally to try and conceal their own violence.

12 Survival International, The Denial of genocide, Survival International, London, 1993. The ‘US Peace Corps worker’ cited in paragraph 2, p. 4, is the same Kim Hill. See https://assets.survivalinternational.org/documents/141/denial-of-genocide.pdf

13 Hill himself has an interesting way of presenting the statistics. According to him, 1.5% of the adult Aché population died every year (from all causes), about one-­‐third of them ‘due to external warfare’. Hill presents this as only 0.5% of adults being killed by Paraguayans each year, a tiny percentage. Yet we can see that 33% of adults (not just those who died violently) were actually killed by Paraguayans. Thirty three percent is a lot, 0.5% per cent is only a little, but the figures refer to the same thing.
Numbers can be crunched in all kinds of perverse ways. For example, about half of Europe’s twelve million Jews died in the Holocaust. Average the number out over the years the Nazis held power, deduct those estimated to have died from deprivation rather than murder, and less than about 3.6% of European Jews were killed annually by the Nazis. Whether you choose 50% or
3.6% depends of course on what point you are aiming for.

14 B Appleyard, ‘What life should be about’. Sunday Times, Culture, 6 January 2013. Having read the book, the reviewer thinks that, in New Guinea, ‘some humans still live as they have lived for 100,000 years’. This is, of course, nonsense.

15 S Budiansky, ‘Let your kids play with matches’. Wall Street Journal, 4 January 2013.

16 S Draf & F Gless, ‘Die Weisheit der Wilden’. Stern, 25 October 2012.

17 A figure not in Diamond, for example, concerns the 75,000 civilian residents of the Traktorozavodskiy district of Stalingrad (let us conceive of them as ‘the Traktorozavodskiy tribe’). Only some 150 survived the 1942-­‐3 struggle for that city. In other words,
99% of ‘the Traktorozavodskiy-­‐ites’ succumbed in a single battle etc.

18 Corry, op.cit., pp. 162-­‐3. See also, https://assets.survivalinternational.org/static/files/background/hakani-qanda.pdf

19 It is also estimated that about 50 million females in India have been killed in the womb or shortly after birth, just in the last generation or so, because they were girls rather than boys. This is about the same number of total deaths as in WWII.

20 This is not only widely practised, but sanctioned in the UK with a rather Orwellian euphemism. It is called the ‘Liverpool Care
Pathway’ (‘Wigan Pier’, anyone?), and is cited as ‘best practice’. Hospitals are paid to implement it, so freeing up beds. I am not

judging its ethics here, it has many caring proponents, but occasionally relatives intervene, and the ‘about to die’ patient recovers to live for weeks.

21 It is also worth citing the UK’s ‘Home Children’ migration scheme. Over 130,000, supposedly ‘at risk’, children in Britain were removed from their families and deported to distant Commonwealth countries, such as Australia, often without their parents’ knowledge or consent. Most victims were placed in institutions; many of them were forced to work as laborers. The evidence of severe abuse is well-­‐documented. The policy was not abandoned until the 1970s.

22 See e.g. Pinker, op. cit..

23 See e.g. https://www.youtube.com/watch?v=4kwFo7-­‐3Wk0, https://www.survivalinternational.org/news/6598. NGOs that publicised these videos have been subjected to highly sophisticated, and expensive, cyberattacks (DDoS) which shut down all their websites (particularly in Oct-­‐Nov 2010).

24 Fellow board member at Conservation International, for example, is Ian Khama, President of Botswana, and the man responsible for the ongoing persecution of the Bushmen – supposedly for conservation. Evicting the Gana and Gwi Bushmen from what is designated as a ‘game reserve’, in fact their ancestral home, has been well publicised; less so is the fact that such violations are one of conservation’s common themes since the movement was founded in the US over a century ago. Kicking people out of such zones, and so destroying them, has long been considered acceptable and necessary. The overlap between early conservationists and ‘white hunters’ has been swept under the carpet, even more so has their promulgation of racist theory which informed the German Nazi party inter alia (see (26) below).

25 See M Münzel, Genocide in Paraguay, International Work Group for Indigenous Affairs, Copenhagen, 1973.

26 See, e.g. M Grant The passing of the great race, Scribner, New York, 1916.

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